martes, 7 de enero de 2014

EL OBJETIVO DEL ESCRITOR, SEGÚN GUY DE MAUPASSANT

La meta (del escritor serio) no es contarnos una historia, no conmovernos o divertirnos, sino hacernos pensar y llevarnos a entender el sentido oculto y profundo de los hechos. Dado que ha observado y meditado, el escritor aprecia el universo, los objetos, los hechos y los seres humanos de una manera personal que es el resultado de combinar sus observaciones y reflexiones.

 Lo que trata de comunicarnos es esta visión personal del mundo, reproducida en su ficción. A fin de conmovernos como él ha sido conmovido por el espectáculo de la vida, debe reproducirlo ante nuestros ojos con escrupulosa exactitud. Debe componer su obra con tal sagacidad, con tal disimulo y aparente simplicidad, que sea imposible descubrir su plan o percibir sus intenciones.


En lugar de urdir una aventura y desliarla de modo que sea interesante de principio a fin, el escritor deberá partir de un momento determinado en la existencia de sus personajes y conducirlos a través de transiciones naturales hasta el período siguiente.


Ha de mostrar cómo las mentes cambian bajo el influjo de las circunstancias del ambiente, y cómo se desenvuelven los sentimientos y las pasiones. De tal modo, mostrará nuestros amores, nuestros odios, nuestras luchas, en toda suerte de condiciones sociales, y cómo los intereses –sociales, financieros, políticos y personales-- compiten entre sí.


La inteligencia del escritor en la creación de su trama residirá, entonces, no en el uso de lo sentimental o lo encantador, en un inicio fascinante o una catástrofe emotiva, sino en la combinación ingeniosa de pequeños detalles constantes de los que el lector habrá de comprender un sentido definitivo en la obra... (El autor) deberá saber cómo eliminar, de entre los minúsculos e innumerables detalles cotidianos, todos los que le sean inútiles; debe subrayar aquellos que hayan escapado a la atención de observadores menos acuciosos, aquellos que dan a la historia su efecto y valor en tanto ficción.


Un escritor hallaría imposible describir todo lo que hay en la vida, pues precisaría de un volumen diario para enlistar la multitud de incidentes sin importancia que llenan nuestras horas.


Cierta selectividad se hace indispensable... lo que representa el primer revés para la teoría de la “completa verdad” (de la literatura realista).


La vida, además, está compuesta de los elementos más impredecibles, dispares y contradictorios. Es brutal, inconsecuente y desmadejada, llena de catástrofes inexplicables, ilógicas.


He aquí por qué el escritor, una vez escogido su tema, ha de tomar del caos de la vida, entorpecida por riesgos y trivialidades, sólo los detalles útiles para su asunto y omitir el resto.


Un ejemplo entre mil. El número de seres humanos que mueren cada día en el mundo a causa de algún accidente es considerable. Pero ¿nos es dable dejar caer una teja en la cabeza de nuestro protagonista, o arrojarlo bajo las ruedas de una carreta, a medias de la narración, con la excusa de que es indispensable incluir un accidente?


La vida puede permitirse omitir diferencias, o bien acelerar ciertos hechos y posponer otros. La literatura, por su parte, presenta hechos inteligentemente orquestados y transiciones ocultas, incidentes esenciales realizados por la sola habilidad del escritor. Cuando el autor da a cada detalle su exacta tonalidad, acorde con su importancia, produce la honda impresión de la verdad particular que desea hacer resaltar.


Para que las cosas parezcan reales en la página se debe procurar la más completa ilusión de realidad a través de seguir el orden lógico de los hechos y no mediante la transcripción rigurosa de la desordenada sucesión del acontecer cronológico de la vida.
Mi conclusión, a partir de este análisis, es que los escritores que se llaman a sí mismos realistas, deberían, más bien, nombrarse ilusionistas.


Cuán pueril es, más aún, creer en una realidad absoluta, pues cada uno lleva la suya propia en sus pensamientos y sus sentidos. Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto, crean tantas verdades como individuos hay. Nuestras mentes, en las que la información captada por los sentidos ha dejado huellas diversas, comprenden, analizan y juzgan como si cada uno de nosotros perteneciese a una raza distinta.


Así, cada quien crea, individualmente, una ilusión personal del mundo, que puede ser poética, sentimental, gozosa, melancólica, sórdida o frágil, de acuerdo con nuestras naturalezas. La meta del escritor es reproducir fielmente esta ilusión de realidad mediante el uso de todas las técnicas literarias a su alcance.

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